En Jesús, Dios ha revelado su propio rostro: un rostro insospechado: el del humilde justo sufriente, torturado y muerto tras un misterioso grito de aflicción lanzado al cielo, pero no contra el cielo. Un Dios así es alguien extraordinariamente cercano al drama humano: pero es también alguien extraño. De una extrañeza fascinante, similar a la de los abismos de nuestra propia profundidad. Ante El podemos quedar aterrados, pero también sentirnos tocados por una infinita ternura y compasión. La meditación de la pasión del profeta y el justo sufriente, Jesús, despierta en nosotros insospechadas fuerzas de resistencia, de in-surrección y de resurrección. Se puede luchar contra el armazón de las opresiones porque, aunque brutal, es frágil por ser, al fin y al cabo, hijo de la muerte.